«Aquel episodio –pensaba para sí la protagonista de aquella novela
de Susanna Tamaro– vuelve a presentarse a menudo en mis pensamientos porque es
el único en que tuve la posibilidad de hacer que las cosas cambiaran.
»Ella –su hija– había roto a llorar, me había abrazado: en ese
momento se había abierto una grieta en su coraza, una hendidura mínima por la
que yo hubiera podido entrar. Una vez dentro habría podido actuar como esos
clavos que se abren apenas entran en la pared: poco a poco se ensanchan,
ganando algo más de espacio. Habría logrado adentrarme un poco en su intimidad
y convertido quizá en un punto firme en su vida.
»Para hacerlo, debería haber tenido mano firme. Cuando ella dijo
"es mejor que te marches", debería haberme quedado. Debería haberme
negado a irme sin más, debería haber vuelto a llamar a su puerta cada día;
insistir hasta transformar esa hendidura en un paso abierto. Faltaba muy poco,
lo sentía.
»No lo hice, en cambio: por cobardía, pereza y falso sentido del
pudor. A mí nunca me había gustado la impasividad, quería ser diferente,
respetar estrictamente su libertad. Pero detrás de la máscara de la libertad se
esconde frecuentemente la dejadez, el deseo de no implicarse.
»Hay una frontera sutilísima entre una cosa y otra; atravesarla o
no atravesarla es asunto de un instante, de una decisión cuya importancia a
veces sólo percibes cuando el instante ya ha pasado. Sólo entonces te
arrepientes, sólo entonces comprendes que aquel momento pedía a gritos la
intromisión, y me decía a mí misma: estabas presente, tenías conciencia, y de
esa conciencia tenía que nacer la obligación de actuar.
»El amor no cuadra con los perezosos, y para existir en plenitud
exige gestos fuertes y precisos. Yo había disfrazado mi cobardía y mi
indolencia con los nobles ropajes de la libertad.»
Esta reflexión de aquella mujer atormentada por sus recuerdos
puede servirnos para recordar que el verdadero afecto necesita a veces de
energía y de firmeza
Juan De Dios, Esparza Sanchez - 1º grado trabajo social- turno
mañana
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